Las redes, a lo largo de algo más de dos décadas, me han traído agradables descubrimientos, ya sean musicales, encuentros maravillosos e inverosímiles, como literarios, como es este el caso que nos ocupa.

Natacha G. Mendoza, tiene publicados «Los bares del diablo» (Ediciones Escondidas) y su segunda obra, Historias mínimas de (Versátiles Editorial) que es del que vengo a hablar hoy.
Natacha escribe mini relatos, a veces certeros al corazón o, como si tal cosa, te lo agarra, el corazón, y te lo arranca Se recrea en sensaciones que puede el lector reconocer, metiéndote de lleno en esos micro mundos que en pocos párrafos te deslumbran, como si de estrellas fugaces se tratasen. Cambia el sexo de los narradores, ya sea en primera como en tercera persona, pero todos, o casi todos sufren anhelos, a veces tiernos, a veces irónicos o a veces descorazonadores, de esos que no sabes si cortarte las venas o dejártelas largas. El lirismo de algunas historias, la calidez, contrasta con pasajes con un desazón interminable que tiene el detalle de darnos un respiro entre historia e historia, con otras pequeñas píldoras. Sí, más minimalista todavía.
Es difícil resumir estas historias mínimas. Dejo por aquí alguna de sus perlas. El resto, si quieren más, ya sabrán donde encontrarlo.
Luto
Filipo dejó de maullar, supe que era el fin. El luto lo manchó todo de gris. Envejecí rápido. No quería otro gato.
Cuando despierto, busco a Filipo en mis tobillos. No sé en que momento me quedé tan solo. Recuerdo aquel día, tomaba café en mi cocina, pensaba que el sabor de las cosas ya no era igual. Había perdido parte del gusto, también del tacto. Cuando tocaba a una mujer, no sentía lo mismo que hacía años. Y entre todas esas reflexiones, saltó por la terraza; negro, con ojos inmensos y sin preguntas. Maulló, como imponiéndose, firme, sin miedo. Entonces entendí que lo que estaba sintiendo en ese momento, era auténtico y sobre todo intenso. Nos quedamos juntos, hasta que la muerte volvió a sacudirme con la soledad. El luto es algo que lo viste a uno, despojándole la piel, dejando a la vista nuestras vísceras.
Frente
El amor son tus manos anidando mi rostro, y tus ojos que entran y entran en esta mirada nublada por un llanto que aún no nace. Sí, el amor son tus manos retirando el pelo de mi frente para que puedas besar todo lo que te pienso.
Abuelo
Renuncié a las palabras hace tiempo. Siempre me apresuraba a decir todas las cosas que tenía en la cabeza, utilizarlas sin ningún tipo de mesura. De niña me mandaban a callar constantemente, según los adultos, decía estupideces, en cambio mi abuelo, no. Él entendía ese lenguaje acelerado, esa necesidad de deshacerme de las palabras que invadían mi pequeño cuerpo. Él escuchaba con atención cada cosa que decía, cada inflexión en mi voz. Su silencio siempre fue enigmático. Le tenía miedo, y quizá por eso más hablaba.
Comencé a entender que ese silencio, eran sus palabras, las había dominado, había creado un idioma distinto. Fui madurando en la forma de expresarme, de su mano, aprendí a callar cuando más tenía que decir. Creé un lugar donde guarecer las ansias, esas explosiones tan dolorosas donde las palabras caían arrasándolo todo. Ahora duermen plácidamente en algún hueco que he reducido, un sitio, quizá el alma, no sé, pero están detenidas. En cambio, en el silencio cobran una vida intensa, me envuelven, necesitan esa paz para abrirse, estirar sus significados, a veces obsoletos, otros absurdos, pero alegres; se unen formando ideas, voces, lugares a donde ir cuando el mundo se estropea. Hacen mares, islas desiertas, hacen bosques con árboles únicos y cielos llenos de mensajes que descifrar. He logrado una paz tangible, puedo abrazarme a ella cada noche…hasta que tú, aparezcas.