Daniel esperaba pacientemente a que el supervisor lo registrara. No podía llevar objetos punzantes dentro, ni droga ni nada que no estuviera permitido en un sin fin de normas del centro. Los chicos más jóvenes miraban temerosos a Daniel, si entraba allí algo malo habría hecho, muy malo. – Los que parecen que nunca hubieran roto un plato son los peores. Le decía uno a otro al oído. El supervisor, después de cachearlo con desgana, le da a Daniel unas palmadas en el hombro y un leve empujón con el puño en el pecho.
– No deberías estar aquí, pero te lo buscaste.
Para entonces Daniel había entrado en aquella sala que daba a un patio interior con rejas en el techo, no vaya a ser que alguien trepase hasta allí arriba y echara a correr, sin mirar atrás. El que miraba temeroso ahora era Daniel, aquella gente, presumiblemente no tenían nada que ver con él, lo suyo fue un error. O eso dicen todos. Después de recorrer las dos salas y el patio y de leer los pueriles escritos en la pared que otros como él habían pasado por allí, se acurrucó en un rincón y sacó su libreta y su bolígrafo para dibujar o escribir. El libro de Emilio Salgari, una de las múltiples aventuras de Sandokan lo dejaría para otro momento.
Emilio Salgari se suicidó como un japonés, haciéndose un harakiri, clavándose un cuchillo en el corazón, maltrecho por los avatares de la vida, familiares y económicos. Daniel tenía una condena de tan solo 15 días, demasiado poco tiempo para que pudiera pensar en tan trágico final. Se escondía bajo la visera de su gorra, casi tocando sus narices, garabateando, dibujando y mucho tiempo después, empezó a escribir.
Miraba al cielo a través de las rejas y fantaseaba con una huida audaz, como la del conde de Montecristo, trazando un brillante plan del que todos hablarían. Pero qué caray, eran sólo 15 días, Edmundo se pasó trece años elucubrando un plan huida. Honestamente, no salía a cuenta. Trepar como una enredadera por esas paredes y mudarse al barrio de la alegría en cambio, se le antojaba un plan mejor.
Y así fueron pasando los días, encerrado en aquellas cuatro paredes, donde el resto de arrestados, mientras sacaban de los sitios más inverosímiles el papel de fumar y el hachís, saludaban a Daniel como el escritor.
– ¡Escritor!, tienes que dejarnos leer eso que escribes en esa maldita libreta. Esto (señalando el canuto) te ayudaría como nadie a escribir lo que sea que escribas.
Daniel levantaba la mirada, sonreía y gesticulaba con la mano un bla bla bla… Las tardes ya no eran tan tediosas, nadie venía a visitarle, pero poco importaba, los pocos libros que tenía ya se los leyó y se enfrascaba a escribir en su libreta de tal manera, que los vigilantes le tenían que recordar que era la hora de salir.
– Escritor, no deberías estar aquí, pareces un buen tipo. Le replicaban. Sal ahora que puedes.
El último día de la condena de Daniel, regaló a sus compañeros de encierro aquellas historias que escribía celosamente en su libreta. Había escrito una historia inspirado en cada uno de ellos. Arrancó sus hojas y las fue entregando a sus compañeros convertidos al papel, viviendo otras vidas que nunca llegaron a imaginar. Se miraron unos a otros extrañados. Salió por fin al exterior, esta vez sin demorarse como tantas veces lo había hecho, rascándose la espalda y las extremidades de las pulgas que aquel agujero albergaba. El sol irradiaba una luz casi cegadora, libre de nuevo, con ganas de escribir nuevas historias, pero esta vez de verdad.

La sensación de estar retenido contra tu voluntad estimula la imaginación. Puedes ser el quinto mosquetero, como el quinto Beatle. Ser un maestro de esgrima y luchar contra las injusticias, como D’Artagnan, y sus inseparables amigos. Amar en secreto a la villana de turno, dar mil y una vueltas con los ojos vendados y aparecer sobrevolando los cielos en la alfombra de Aladino junto a Jasmín para evitar el tráfico y llegar a tiempo a sus clases de solfeo. Construir una rudimentaria barca y navegar por el Mississippi río abajo, superando todas las vicisitudes del largo y emocionante viaje, queriendo ser Tom Sawyer cuando te sientes más bien un Huckleberry Finn.