Calle Melancolía

A día de hoy, 21 de marzo, sigo medio confinado. Sólo salgo para trabajar y volver a casa. Esta semana  me  pasó más rápido que a la mayoría, pero no me gusta, no me gusta esta situación. Espero que nos manden para casa nada más comenzar esta semana, la situación se hará insostenible y parece que sólo aprendemos a palos.

Mis primeros recuerdos en esto del confinamiento, aparte de unos días malos de temporal cuando todos nos recluimos en nuestras casas, se remonta a mi año haciendo el servicio militar. La hice en Melilla. Me tocó la lotería. Me respetaron la fecha en la que quería incorporarme pero no en el destino. De alguna manera era algo así como un confinamiento. Sólo podíamos andar por la ciudad, a pocos kilómetros de allí se encuentra la famosa valla de las cuchillas que separa Melilla de Marruecos.  Hace 25 años no existían tales cuchillas, eran vallas altas, pero no tanto como lo son hoy. Cuando subíamos a Rostrogordo, uno de los puntos más altos de la ciudad para realizar maniobras, ensayos para desfiles y todas esas gaitas, bajando la empinada cuesta de Rostrogordo, más de una vez nos tiraron piedras desde el otro lado de la valla a los camiones donde nos llevaban para arriba y para abajo. Una vez, una de esas piedras impactó en el cristal donde iba a bordo y  el chófer casi pierde el control y se despeña con todos  nosotros dentro. Era una vida rara. como vivir en una pequeña isla donde la gente del país vecino quería entrar sea como fuere en busca de un lugar mejor. Las redadas policiales eran habituales en pleno centro de la ciudad. Los permisos de fin de semana servían para poca cosa, 250 kms de mar nos separaba. Sólo los de Málaga o Almería se animaban a pegarse el viaje para reencontrarse con sus seres queridos.

Tengo el dudoso honor de ser la persona que más días de calabozo se chupó de mi quinta en mi compañía. El primer arresto fue de cinco días y el segundo, casi al final del servicio fue de 15 largos días. Los detalles me los ahorro, llamémosle insubordinación.

El arresto consistía en entrar en el calabozo a partir de las cinco de la tarde hasta la nueve y pico o por ahí. Los fines de semana eran terribles, pasábamos todo el día allí. Deseaba hacer mis tareas con el resto de compañeros para que no me metieran allí. Sentirse desposeído de tu libertad de movimientos es angustioso. Allí estaba la flor y nata del cuartel. Yo era el bicho raro, no pertenecía a ese perfil. A los arrestados les daba por escribir en las paredes frases existencialistas, pequeños versos… yo simplemente leía y escribía en mi bloc de notas, lo que fuera. Me sentaba en el patio, que era gris y lúgubre, de cuatro metros por cuatro y miraba hacia arriba el cielo azul. Me venía entonces los versos de la canción Calle Melancolía de Sabina.

Trepo por tu recuerdo como una enredadera
que no encuentra ventanas donde agarrarse

o aquella otra que decía;

Ya el campo estará verde, debe ser Primavera,
cruza por mi mirada un tren interminable,
el barrio donde habito no es ninguna pradera,
desolado paisaje de antenas y de cables.

Otro de los confinamientos que he pasado fueron algo diferentes, me pasaron viviendo en el extranjero. Después de descubrir maravillado de tantos sitios nuevos, ciudades, lugares para visitar, gente a la que conocer… viví durante meses, tal vez el tiempo que dure este confinamiento, días de soledad. Viviendo en una cómoda casa de madera en invierno, pero atrapado. Estar atrapado en mitad de un manto blanco de nieve virgen, que por las mañanas nadie había siquiera pisado. Era una sensación abrumadora. El mundo paraba por un momento. Lo que me faltaba era mi gente, la que me da esa vidilla para estar contento, como normalmente estoy. Me dicen que me ilusiono con pequeñas cosas. Tal vez sea esa mi única riqueza.

Es por eso, que si tenemos que quedarnos un par de meses, lo haré, cómo lo he hecho ya en otras ocasiones. Quizás, de todo lo malo que está pasando, saquemos algo bueno de todo esto. En mis periodos de soledad involuntaria aprendí qué era lo importante. El dinero va y viene. Los de arriba nos crean la necesidad de trabajar y producir y no tener tiempo para discernir si realmente necesitamos esa vida apresurada.

Llamaban loco utópico a Pepe Mújica, el antiguo presidente de Uruguay, por hacer una llamada a parar las máquinas del consumismo, a  mirarnos más los unos a los otros, a no perder el contacto con nuestra gente y con la naturaleza, y a prepararse para mirar los problemas futuros a los que nos enfrentaremos, como esta pandemia, juntos. No cada uno por su cuenta.  Los analistas llamarán loco al viejito, pero en días como hoy su mensaje es incontestable.

En fin. Os dejo por aquí una versioncita del Calle Melancolía cantada por mi querida Carmen París. Hoy más que nunca, la música, la lectura, las artes plásticas… riegan nuestra creatividad y positivismo. Para que luego le pongan impuestos por las nubes a nuestra medicina preventiva más efectiva.

 

 

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